PLASENCIA DESDE EL AIRE

"No fue justo Unamuno con Plasencia, algo hubo en él o algo hubo en ella que hizo que se enemistaran. En su viaje a Trujillo, el poeta y rector de la Universidad de Salamanca pasa de largo, lo que no  le impide afilar el lápiz y trazar de ella una gruesa caricatura llena de un fino humor negro. Algo tuvo que atragantársele de la ciudad, algún clérigo que conociera en las callejuelas de Salamanca, algún poeta o algún agro-hidalgo y, sin embargo, se equivocó Don Miguel. Entre otras cosas, porque alguien con su talento y sensibilidad tendría que haber comprendido que Plasencia es como esas cajas chinas que siempre esconden otra en su interior.

Aparentemente parece una ciudad en calma, pero dentro de esa tranquilidad palpita y fluye la vida, con sus miserias y sus grandezas. Por eso, una sola mirada no puede retratarla. Si Unamuno hubiera conocido algunos datos de su historia se hubiera quedado prendado de ella para siempre. Puesto que es una ciudad que simboliza muy a las claras, cuál es el sustrato cultural de Extremadura.


Plasencia se funda en el año 1186 en medio de una tierra de nadie, con la frontera muy cerca pasando el Tajo. Sus repobladores son gente a quienes no se les pide noticia de su pasado, hay cristianos de Castilla y de León, mudéjares y judíos. Y lo que rige su convivencia y sus actividades está recogido en el Fuero de la ciudad, que a todos protegía. Lo que hizo vivir tranquilos aquí a otros muchos que antes habían llevado una vida oscura; delincuentes, perseguidos, marginales o simplemente pobres y muertos de hambre en aquellos duros tiempos de guerras interminables. En cualquier caso eran gentes que poco tenían que perder.

Es verdad que existían privilegios para los cristianos y eran ellos los únicos que podían intervenir en la vida municipal. Mientras, los musulmanes, que podían ser libres o no, a convertir tierras de secano en tierras de regadío.

Los judíos establecen la alhama en la zona de "La Mota", construyendo su sinagoga en lo que hoy es el Palacio de Mirabel. Tenían un importante peso económico y vivían a la sombra de los nobles cristianos placentinos y al amparo del poderoso Clero. Decretada su expulsión, venden sus pertenencias e incluso llegan a vender su cementerio. La huella de estas gentes,, musulmanes y judíos, quedó impregnada para siempre en la ciudad, incluso en su trazado urbano.

Esta ciudad exquisita, la joya preciada de la Extremadura monumental se aprieta entorno a la Catedral o mejor dicho, a sus dos Catedrales. Con el románico de la Vieja Santa María llegan las ideas de Europa, una nueva teología y, al tiempo, una estética que se adapta muy bien al arte militarizado de una tierra en reconquista.

Y ese cierto espíritu trágico que hay en muchas de las cosas de Plasencia se concreta después y, especialmente, en la Nueva Catedral, que nunca llegó a ser terminada. La ambición del proyecto, como se dijo entonces, evitaba en quien lo había ideado la cólera de Dios. Aunque se levantara porque, según dicen, la Vieja parecía poco suntuosa a los poderosos prelados placentinos, bajo cuyo poder estuvieron Yuste y Guadalupe.

Lo cierto es que con la nueva catedral, Plasencia se convertía en una ciudad donde la religión y los agro-nobles, envueltos en luchas domésticas se despertaban a los aires del Renacimiento. El templo nuevo se inspiró en ideas revolucionarias que imponían la sociedad civil a la teología. La élite ya no es la dueña de los lugares de oración que abandonan su intimidad y severidad, y buscan con juegos de luces, colores y espacios abiertos una Fe de los sentidos que prende inmediatamente en el pueblo que ya no se siente sometido, sino amparado.


La Cruz fue el poder de la civilización, su simbolismo unía el poder político y económico, y forjaba ideas y cultura. Lo que, tal vez, permitió que un obispo placentino, henchido de megalomanía, se emparentara hasta con la misma Virgen y al rezar desde el púlpito dijera:



"Ave María, 
Madre de Dios
y pariente mía,
ruega por nosotros"



Si Unamuno hubiera conocido esta anécdota, seguro que se hubiese reconciliado con la ciudad y, sin duda, la habría visto más como una población de sueños rotos que como una urbe durmiente.

Plasencia está llena de lugares simbólicos pero quizás sea la Plaza Mayor la que puede compendiarlos todos. Está llena de lecturas, preñada de mensajes. No solo sus edificios, sino también sus gentes. La Plaza sigue ocupando el centro de la vida diaria; emplazamiento del mercado, sitio donde ver y ser visto, lugar de celebraciones o de conversaciones. Preside la Plaza el Palacio Municipal, con escudos del César Carlos que muestra orgulloso un campanario donde desde el año 1723 un autómata, llamado por los vecinos "Abuelo Mayorga", da las horas a los placentinos golpeando la campana del concejo. Toda una joya del arte civil.

El número siete, el número de la Cábala se repite en el número de calles que parten de ella.

Por la Plasencia de las callejuelas, el esplendor del tiempo pasado no puede esconderse. Su grandeza se escribe en conventos e iglesias, en las murallas, en los palacios, férreos en su carácter defensivo pero que se humanizan con arcos y ventanas, con fachadas y adornos. Y su identidad está grabada en el lema que Alfonso VIII, su fundador en el año 1189, inscribió en su escudo:

"Ut placeat Deo et hominibus"

Es decir, para que agrade a Dios y a los hombres. Plasencia es, por consiguiente, ciudad de deleite.

Hoy coexisten la Plasencia de la melancolía  histórica y la Plasencia de la luz. La que abre la mirada a los grandes espacios por los que desparrama su espíritu de vida y futuro. La que mantiene ese susurro medieval en forma de puente, apostado a orillas del río Jerte, río de bienaventuranzas sobre el que siempre ha trazado caminos de piedra, que ahora se hacen de hormigón. La que se pierde en oración por la Ermita de Nuestra Señora del Puerto."


Fragmento del programa "Extremadura desde el aire" de Canal Extremadura


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