EL ARTE DE LA PINTURA DE FRANCISCO PACHECO (RESUMEN Y COMENTARIO)

Introducción.

Al estudiar “El arte de la pintura ” del gaditano Francisco Pacheco, nos damos cuenta de que estamos ante un pilar fundamental para el conocimiento del arte de la pintura ya no en el Siglo de Oro español, sino también en lo anterior a él por sus muchas referencias a lo pasado. Una recopilación de conocimientos de primer orden.
Y es que no fue este un hombre de unas dotes exuberantes para el manejo de la pintura, a pesar de estar en la cima de sus coetáneos mientras estaba en Sevilla, como bien acreditan los que lo conocieron, pero sí un personaje valioso, honesto, amante de la cultura, pulcro y sobre todo, un incansable trabajador.


Francisco Pacheco del Río .

"Francisco Pacheco", obra de Diego Velázquez
Los datos bibliográficos que nos han llegado de Francisco son muy numerosos y demasiado extensos como para exponerlos de forma larga y tendida; con lo cual, se hará una síntesis de sus campos de trabajo más destacados. Sin duda, si no hubiese existido tal memoria como es este libro, la historiografía del arte español no hubiese sido igual, pues posiblemente el conocimiento de la pintura antigua no sería tan amplio.

En su vida tuvo tiempo de escribir desde poemas hasta tratados pasando por recopilaciones de obras o editor de ejemplares de otros autores. Destacaremos las siguientes: Arte de la Pintura, El Libro de Retratos, Francisco Pacheco, al lector, A los profesores del Arte de la Pintura, aunque de todas ellas las que más eco han dejado han sido las dos primeras.

Al leer su libro nos damos cuenta del tipo de ideas que en él profesaba: la claridad de preferencias (pintura), la perfección de lo realizado (pues evita todo lo que está fuera del marco natural y académico) y sobre todo el enorme interés por hacer un extenso comentario sobre lo que supone el (para él) más alto grado del arte: pintar, donde se apoya en citas de los más ilustrados del momento y del pasado para hacer del discurso una obra fiable, verdadera y universal.

Como vemos, el alcance de Pacheco en el ámbito de la cultura (sevillana sobre todo) es de bandera, tanto que Rodrigo Caro  no duda en afirmar en sus  Libros Varones en letras  que: 

“Francisco Pacheco, célebre pintor en esta ciudad, cuya oficina era academia ordinaria de los más cultos ingenios de Sevilla y forasteros.”

Es fácil imaginar así a un hombre casado con la vida social, con el arte y las academias, además de mantener nexos de unión con destacados intelectuales de su tiempo, como Francisco de Medina, Fernando de Herrera, Rodrigo Caro o Francisco de Medina, este ultimo de vital importancia para su ascenso como pintor ya que fue el que le recomendó al Duque de Alcalá como ejecutor de las pinturas de su casa.

Como se ha dicho anteriormente, la figura de Pacheco simboliza (entre otras cosas) la inquietud por saber, de ahí sus viajes para el conocimiento; aunque siempre lo hizo de fronteras para adentro y no hacia Italia o Flandes como se ha malinterpretado. Córdoba, la ciudad de Madrid, El Pardo y El Escorial fueron algunas de sus paradas, pero sería en el centro peninsular donde desarrollará un punto de inflexión en su conocimiento. Finalmente se ha constatado una estancia en Jerez de la Frontera .
Pero si hay una postura de Pacheco que ha pasado a la historia, esa ha sido la de “crítico de arte”; pocas personas han dejado un legado tan valioso como el que tenemos hoy de este gaditano. 

Sus extensas biografías de artistas (Libros de Retratos) son un claro ejemplo de esto. O este Arte, con un objetivo propiamente doctrinal de globalizar la ciencia de la pintura, donde se recoge los saberes más diversos en torno a la misma y que se irán conociendo a continuación. 

Partes en las que se divide el Arte

Libro 1. Libro primero de la pintura: su antigüedad y grandeza
         
En este primer libro, el autor se centra en describir de forma minuciosa el origen del arte de la pintura y su relación con las otras artes, en concreto con la escultura, llevando a cabo una interesante comparación entre el oficio de pintor y el de escultor. Algo importante tambien es el énfasis que le da a sus antepasados y sus presentes, entre los que cabe destacar la figura de M. Ángel, muy presente y elogiado en su obra. El estatus social tambien cobra cabida en este primer volumen, pero centrándose en la nobleza y la importancia de esta para el desarrollo de la pintura. Pero si hay algo que destacar es el predominio de un discurso centrado en la religión católica, siempre presente, con la iglesia al frente de sus afirmaciones y con un papel vital en la pintura y en los pintores. Sus referencias a la Biblia no faltan, y los santos y artistas no los deja a un lado.

Libro 2. Libro segundo de la pintura: su teoría y partes de que se compone
        
Este es quizás el bloque más extenso y redactado, pero no por ello menos interesante ni pesado de leer. En él hace una división de la pintura según el color, el dibujo, la forma, el relieve, la decoración… todo ello tomando como ejemplo El Juicio Final de Miguel Ángel, muy de su gusto, pues Pacheco era pintor “de línea”, de “dibujo” como bien se deja entrever en sus líneas. Su objetivo era llevar a cabo un tipo de pintura plana, muy en relación con los grabados flamencos que hasta Sevilla habían llegado a lo largo del tiempo. Esto es importante para conocer tanto su pintura como sus pautas para enseñarlas.

Libro 3. Libro tercero de la pintura: su práctica y modos de ejecutarla

Cierra este grandísimo tratado Pacheco con ejemplos prácticos de la pintura; lo bocetos, dibujos y cartones marcan el camino para realizar posteriormente una pintura al temple, donde se recrea el autor para dar todos los detalles sobre la misma. La iluminación de las escenas son descritas con total minuciosidad, así como los estofados y la pintura al fresco que, al igual que la anterior, tambien se centra en dar todo lo que sabe sobre ella. La pintura al oleo es mucho más importante para el autor, la coloca en la cima de las anteriores técnicas. Posteriormente se basa en describir como han de ser las encarnaciones, el pulimento y el mate, la naturaleza muerta, el paisaje, las flores, los animales y bodegones (en los que usa como ejemplo a Velázquez), los retratos (muy bien descritos y con unas pautas muy claras y que calarán en la mente de algunos pintores) y la pintura intelectual y física. Todo ello es usado para que en el apartado final se recree en dar elogios y motivos para creer en el arte de la pintura, en exponer su nobleza y subrayar la alabanza.

Relación con Diego Velázquez 

Durante el siglo XVII, Sevilla era la segunda ciudad más importante de España tras Madrid, pues estamos ante la sede de la Casa de Contratación, y por allí pasaba todo el comercio que se destinaba a América, dando lugar así a una impresionante cantidad de riqueza. Y es en este contexto cuando nade uno de los pintores más geniales de todos los tiempos: Diego Rodríguez de Silva Velázquez, en 1599, perteneciente a una familia hidalga venida a menos. 
En el siglo

Diego Velázquez (Autorretrato).
Fragmento de "Las Meninas"
El aprendizaje y la inmersión en el arte empezó cuando contaba con tan solo 10 años de edad de la mano del áspero Francisco Herrera el Viejo, un hombre de carácter rudo y poco accesible, lo cual le llevó a dejar a este a un lado para aprender el oficio con Francisco Pacheco a la edad de 11 años, a partir de 1611. Este señor, autor del tratado que se comentará a continuación y que será un pilar clave en la historia del arte: “El Arte de la Pintura” estaba en la élite de la cultura, organizando por ejemplo semanalmente una cultura en su casa a la que iban los más selectos intelectuales de aquel entonces, como el que sería años más tarde el Conde de Olivares. 

Comenzó así una amistad llevada a más si tenemos en cuenta que Diego terminó casándose con la hija de su maestro, Juana de Miranda (también conocida como Juana de Pacheco), lazos familiares propios en la organización social de la época. Francisco Pacheco hizo las veces de padre, pues este era el que le proporcionaba enseñanza, la comida, la ropa o la asistencia médica. 

Ante todo, el primer estilo de un Velázquez ya formado e inmerso en lo que sería su “Etapa sevillana”, difiere bastante de su maestro Francisco, pues sus miradas se centran más en la figura de Caravaggio, conocido en la ciudad hispalense gracias al fluyente y ya mencionado mercado de la ciudad. Los pintores flamencos también hacen eco en su interés, al igual que en su maestro Francisco Pacheco. Ya en 1617 obtiene el título de “pintor” y se libera del taller para empezar lo que sería la carrera de uno de los mejores pintores que ha dado el panorama nacional… 

“EL ARTE DE LA PINTURA”

Lo más llamativo que el lector se encuentra al comenzar a leer la obra  de Pacheco es la defensa a ultranza que hace del arte de la pintura. Lo primero que quiere evitar son comentarios breves; busca un extenso discurso que llene el vacío existente de conocimientos y semejarse (si es posible) a la tradición italiana. Y es que la pintura fue incluso objeto de burla ante los más sabios del lugar, con comentarios de impropiedad hacia los pintores y ejecutores de la misma, de ahí que busque eliminar esta faceta y cara amarga y hacer de todo esto una disciplina honrosa.

Para definir lo que es la “Pintura”, Pacheco, como buen intelectual, cede la palabra a Francisco de Medina, un sabio y reconocido personaje de la época que gozaba con un prestigio notable en Sevilla, una buena forma de enganchar al lector en las primeras líneas. Como no podía ser menos, coincide con el Maestro Medina en que :

“Pintura es arte que con variedad de líneas y colores representa perfectamente a la vista lo que ella puede percibir de los cuerpos”

Se ve y se comprende que para él, la búsqueda de la razón a través de líneas y colores es básico, y no es para menos cuando estamos ante un academicista reconocido en el que en muchos casos se esconde detrás de los más sabios  para solidificar su postura. 

Apuesta firmemente por una pintura real, semejante a la realidad y basándose siempre en el concepto de “naturaleza”, incidiendo a partir de eso en cuestiones como la luz, la perspectiva, las líneas, los colores… Pero ante todo incide en la idea de lo pasado, anclado a ella de tal manera que una ciencia es ilustre y clara cuantos más antiguos sean sus inventores. Sobre la escultura pone de ejemplo al hombre y a la mujer, Adán y Eva que nacieron de la mano de Dios respetando las distancias. 

Y es que la diferencia y el parangón que hace Pacheco entre la pintura y la escultura es muy singular. No aporta argumentos originales, pero sí ofrece una descripción extensa, minuciosa y ordenada sobre ello. Habla de los escultores como un gremio a tener en cuenta, con un valor alto ya que el hecho de labrar, el precio de la materia, la dificultad que acarrea así como la durabilidad de la misma son merecedores de halagos. 

Pero no por haber muchos escultores es la escultura mejor. La pintura es más accesible y solo los que hacen una pintura perfecta son merecedores de llamarse pintores. Esa es la idea que nos expone Francisco y con verdadero valor. Creo que debemos reflexionar a la hora de sobrevalorar un arte sobre otro es un absurdo, carente de sentido. Toda creación histórica tiene su razón de ser si llega, cala y sorprende al espectador. Lo han conseguido los pintores en sus cuadros, los escultores en las esculturas, los arquitectos en los edificios y construcciones, los músicos en sus melodías o los escritores a través de sus poemas. 

El valor material de la pintura es defendido, claro que no puede durar tanto tiempo como el bronce o el mármol, pero nada es eterno, con lo cual cualquier materia es en cierto modo frágil . Aunque está claro que ambas imitan y fingen, pues al fin y al cabo lo natural solo lo hace la naturaleza, sigue en la idea de que pintar es superior a esculpir, y para ello se ayuda de varias ideas de Vasari, pues solo la pintura es capaz de engañar al espectador y, si la escultura lo consigue es gracias al revestimiento de esta. 

La idea se aferra a las directrices del pasado, cuando (palabras de Plinio) los griegos pusieron la pintura en el primer grado de las artes liberales prohibiendo que la aprendiesen los esclavos ya que su ejecución solo era digna de gente libre y noble. 

No obstante y sin abandonar la idea de honradez del artista, no duda en denunciar la poca consideración social y política conseguida por los artistas en la España del Siglo de Oro , y es que Pacheco, como pintor culto y de poco éxito sufrió esto casi más que ningún otro. La situación de los artistas españoles comparado con la de los italianos era muy amplia, algo que ejemplifica Pacheco al exponer el aparato fúnebre que llevó consigo el gran Miguel Ángel el día de su muerte, algo en lo que se recrea y detalla para que el lector sea consciente del reconocimiento que allí se hace.

Hoy han interesado mucho (aún más para la historiografía) los comentarios que hace sobre Rubens y Velázquez, dos figuras clave sobre las que nos ofrece una fidelidad de datos abrumadora. Sobre el pintor de Amberes nos habla de las obras que para Felipe IV hizo y que el monarca, a pesar de ser muchas de ellas copias de las de Tiziano, no tuvo reparo en adquirirlas. Del segundo, su yerno , lo alaga siempre a su favor, diciendo que más que él no es, aunque tenga unas dotes excepcionales para la pintura. El gusto y fervor de la corte con él no es casual dada su maestría, codeándose con duques y reyes ya no solo españoles sino también lejos de nuestras fronteras. 

Cuando se refiere a la nobleza, lo hace de forma muy cuidada y suave, y en ocasiones incita  a los pintores a seguir el camino impuesto por ella. Para reflejar toda utilidad que la nobleza facilita a la pintura, pone como ejemplo un caso religioso: la creación del mundo y con ella, la adquisición de bienes necesarios (que aportaría en este caso la nobleza) para llevar a cabo las palabras de Moisés: “Imagen y semejanza ”. 

Y ligado a esto y en palabras del cardenal Paleotti pone Pacheco su defensa de las imágenes religiosas, hablando de estas como bondadosas e incluso llega a comparar la figura del pintor con la del orador, algo muy llamativo y sugerente. Del mismo modo hace hincapié en el efecto que produce la visión de lo religioso en los fieles, en lo que él no duda en enseñar al más puro estilo poético 

Las cosas percibidas

De los oídos, mueven lentamente,

Pero siendo ofrecidas

A los fieles ojos, luego siente,
Más poderoso efecto
Para moverse, el ánimo quieto.

Termina Francisco toda su argumentación de la necesidad de un arte religioso diciendo que (lo expuesto) es camino a seguir, ley de cumplimiento para todo aquel pintor que se precie como tal para hacer de sus obras algo sencillamente perfecto. Muy importante: la perfección ha de estar ligada a las imágenes religiosas.

Una vez defendido lo anterior, se centra Pacheco en teorizar  de forma pura y dura, con un objetivo claro: establecer las partes en las que se divide la pintura, tema muy discutido siempre por los tratadistas. Para ello propone llevar a cabo tres opiniones diversas basadas en el Inventio, hablando siempre de la similitud del pintor con el orador. El dibujo y el colorido cobran gran peso, pero casi no tanto como la parte de la decoración, que curiosamente no define tal cual, pues expone sus ideas por medio de las palabras de Cicerón. El orden es primordial, es la viva imagen de que lo que el artista pintó sucedió tal cual, no de otra manera. Todo según el autor debe ir ordenadamente. Rompe con las licencias que algunos pudiesen permitirse; pues rechaza toda figura que “parezca pero no sea”, es decir: si una figura está sentada, que esté cómoda; y si está en pie, que permanezca firme.

Un ejemplo de todo este decoro lo encontramos en su obra El Juicio Final” de la Iglesia de Santa Isabel, muy desarrollado por él (dada la amplitud del tema y el gran número de personajes) y comparada con la obra de M. Ángel, sobre la que Pacheco muestra un gran respeto, pues no peca en ningún momento contra la perfección del arte ya que representa lo que él mismo quiere y de una forma inigualable en cuanto a escorzos, perfiles, músculos, movimientos y desnudos.

La exposición de la idea  de “dibujo” abarca gran protagonismo, demostrando en todo momento una defensa clara de este frente a la pintura, pues esta (según Pacheco) es una consecuencia de “dibujar”. Para afianzar sus ideas recurre de nuevo a la figura de M. Ángel, al que bautiza  como “el padre del dibujo”. En cuanto a las escrituras sobre este tema, destaca por encima de todas las de Alberto Durero, con admirables y claras demostraciones del desarrollo del dibujo. 

Sin embargo no es tan extenso en el tema del color, del que dice que se usa para distinguir lo natural de lo artificial, pero está en un nivel de importancia menor que el dibujo. De nuevo se remite a las palabras de Durero, Leonardo, Vasari y Dolce , sacando en conclusión que su uso es destinado a imitar lo natural, como bien hace Antonio Corregio. 

Si bien es cierto que su interés por el color no va más allá que un mero desarrollo teórico, no ocurre lo mismo con el tema del relieve, capaz de arreglar pinturas de una calidad básica, ya que muchos pintores actuaron sin esa hermosura o suavidad de la que habla Francisco pero no sin el relieve, como es el caso de Caravaggio, Ribera, Miguel Ángel Bounarroti y El Greco . 

Ya en el tema práctico, podemos recrearnos en toda una fuente para el arte sobre los talleres y los artistas dado el carácter directo y único que nos ofrece. Se desliga de lo italiano para plasmar su experiencia como pintor, algo que nos ofrece seguridad en cuanto a los testimonios que se leen. Los estudios de preparación de la pintura son los primeros en aparecer. Asimismo hace una defensa a ultranza del estudio al natural  frente al maniquí vestido con papel mojado. La búsqueda del inicio de la técnica del oleo también es importante, pues busca saber quién lo inventó y más tarde se centra en su ejecución sobre las paredes, las tablas y los lienzos, primero dibujando, después esbozando para pasar del cielo al fondo arquitectónico, los vestidos, los rostros finalmente la carne. 

Es muy interesante el tema de la pintura de los animales y de las aves así como el género del retrato, este ultimo de vital importancia en la obra, exponiendo como ejemplo de retratistas a Durero y a Velázquez. La dialéctica es fundamental a la hora de llevarlo a cabo, con un equilibrio entre el “parecido” y el “estilo” para que se de un resultado optimo. Elogia mucho a su yerno Velázquez en el tema de los bodegones. Termina su relato de la práctica con comentarios abstractos sobre él: los efectos de la pintura y la dificultad de entenderla. Para ello expone diversos ejemplos históricos y afirma que la pintura ilustra y adelgaza el entendimiento, basándose una vez más en Plinio, abrazándose a la idea de que modela la esperanza del hombre. No es de extrañar el segundo aspecto, el de la crítica, una actitud muy de moda en su tiempo pero ante lo que Pacheco no pone impedimentos siempre que el aficionado lo haga de forma pragmática e inteligente, advirtiendo reiteradamente de las dificultades de la pintura. 

Pacheco cierra el libro como lo empezó: haciendo alusiones a los clásicos para afianzar sus ideas. Sus referencias a la pintura sagrada coronan lo dicho anteriormente, dándole a los pintores de este tipo de cuadros un plus en su valor. Se basa en resumir lo dicho y afianzarse en sus ideas y en sus principios. Tras cerrar esta valoración, elabora una serie de Adicciones, pero ya forman parte de un bloque independiente del tratado. 
Contexto.

La obra de Francisco Pacheco llega a los lectores a partir de la segunda mitad del siglo XVII, allá por 1649. Es más que necesario contextualizar lo dicho anteriormente para comprender qué estamos manejando y qué repercusión tiene sobre el mundo del arte este libro.

Las referencias históricas en las que se enmarca la vida de esta tratadista, nos lleva hasta los reinados de Felipe III (1598-1621) y Felipe IV (1621-1665). El primero de ellos buscó una política pacifista para amansar los vaivenes del país, pero su sucesor recurrió a la grandeza y al prestigio español, lo que desembocó en guerras largas y, en muchos casos, ruinosas. 

 No debemos dejar a un lado el conocimiento de las otras artes, pues la pintura no es un hecho aislado, pertenece a una evolución que, posiblemente, no se entendería sin conocer qué circunstancias le rodean. En este período, que coincide con el Siglo de Oro de la literatura española, no existen construcciones arquitectónicas del empaque italiano o francés, pues las que aquí se dan son poco originales, hechas con materiales pobres en la que la única novedad es el desarrollo de la plaza mayor, como bien vemos en la ciudad de Madrid. En la escultura el toque religioso es más que claro, con una orientación marcadamente realista con un objetivo clave: cultivar el sentimiento del fiel a base de imágenes (en muchos casos de madera policromada) a las que se le añaden postizos y expresiones muy fuertes. Entre todas, podemos destacar los pasos procesionales que recorren las calles en tiempo de Semana Santa.

La pintura por su parte es muy fructífera, dotándose un realismo que poco tiene que ver con el toque clasicista que reinaba en Italia o Francia. Se podría decir que se sigue la huella de Caravaggio, con un objetivo similar a la escultura, y es que los artistas quieren hacer de sus cuadros un “espejo” para el espectador, que se familiaricen con ese mundo cotidiano, que se involucren en la obra. El género más cultivado es el religioso por el tipo de clientela, básicamente eclesiástica, con temas que casan con la espiritualidad de la Contrarreforma, dando especial énfasis a la Virgen maría, (María Inmaculada Concepción y Dolorosa), a los martirios, a los éxtasis y a los santos. 

Aunque tambien es cierto que existe una pintura profana demandada por la burguesía, la nobleza y la Corona, aunque si bien es cierto que la primera tiene cierto auge en Andalucía, las dos últimas suelen preferir a artistas extranjeros, fundamentalmente italianos y flamencos. Esto nos ayuda entender por qué en Sevilla se realiza una pintura que tiende más al costumbrismo y a los bodegones con naturaleza muerta, pero siempre con un sello religioso. 
Obras importantes de Francisco Pacheco

Juicio Final
Francisco Pacheco.
1611-1614.
Óleo sobre lienzo.
338 x 235 cm.
Museo Goya. Castres. 

Destinada  para el altar y entierro de Hernando de Palma Carrillo en la iglesia de Santa Isabel de Sevilla, hecha por 500 ducados .

 El retablo aún se conoce y se conserva, lo que nos ha ayudado a conocer las dimensiones del lienzo. En su descripción, afirma que ahí se autorretrató, indicando que el montón que más cerca está de nuestra vista, a la derecha, contiene nueve figuras con diferentes cuerpos y rostros, en donde la principal entera está de espaldas, en un mancebo hermosísimo junto a una bella mujer, entre los que colocó su retrato de frente, hasta el cuello, porque, según él, ese día estuvo presente allí. Vemos un ejemplo de lo que es su estilo, muy religioso, simbolista, con alusiones a la tierra y al cielo, todo en una atmósfera cargada de luz fuerte que da lugar a luces y sombras muy marcadas, algo propio del manierismo, acentuado esto por esos cuerpos estilizados, altos y bastante corpulentos. Los colores y las gradaciones de los mismos también están bastante presente en todo el lienzo.

Esta obra fue arrancada del retablo por deseo del mariscal Soult en 1810, apareciendo en París 52 años más tarde, en 1862, donde se anunció su venta. Hay que destacar el hecho de que el estudioso español José María Asensio, que intentó comprarla para devolverla a nuestro país, pero no lo consiguió por el alto precio de la obra.


Título: Desposorios místicos de Santa Inés
Autor: Francisco Pacheco.
Cronología: 1628.
Técnica: Óleo sobre lienzo.
Medidas: 169 x 124 cm
Procedencia: Capilla del Santísimo de la Iglesia del Colegio de San Buenaventura. Sevilla
Localización: Museo de BBAA de Sevilla

Estamos  ante una de las obras punteras de Francisco Pacheco, realizada en su periodo de auge como artista e intelectual. No es excesivamente grande, pero eso no impide que podamos ver en ella lo más característico de su pintura. El tema representado no es rebuscado ni complicado, pues recurre de nuevo recurre Francisco a las imágenes religiosas para expresas sus ideas como artista afín a la Contrarreforma. Así pues, podemos ver el momento en el que Santa Inés recibe el anillo por parte de Jesús y que le une místicamente a Dios. El simbolismo se coloca en primera línea, y podemos tomar como ejemplo para ello las flores blancas que están dispersadas por el suelo y que recuerdan a la pureza de la Santa o el ramo de palma a escasos centímetros de ella, que alude al martirio de la misma. Se plasma toda la escena en un marco terrenal pero se mezcla con una potente y ficticia iluminación tras los personajes, de donde parece salir una nube de angelotes que contemplan el desposorio de ella. El tratamiento de los pliegues recuerda a los grabados nórdicos que sin duda conocería Pacheco, puesto que Sevilla, por ser la segunda ciudad mas importantes de España, tenía un importante comercio por el que pasarían tales obras y que sin duda influirían en la pintura de este y de otros artistas.

Bibliografía

VALDIVIESO GONZÁLEZ, E. “Historia de la pintura sevillana: siglos XII-XX.”. Guadalquivir, 1986.

VALDEVIESO, E. y MIGUEL SERRERA, J. M. “Pintura sevillana del primer tercio del siglo XVII”. Historia de la pintura. Instituto Diego Velázquez. 1985

GÓMEZ DE LA PEÑA, M. P. “Manual básico de Historia del Arte”. (2008). Segunda edición. Colección manuales UEX – 49. Universidad de Extremadura.

PACHECO DEL RÍO, F. “El Arte de la Pintura”, Madrid, Cátedra, 1990.

GIORGI, R. “Velázquez”. Electra. Barcelona, 2008.

PACHECO DEL RÍO, FRANCISCO. “El Arte de la Pintura”, Madrid, CÁTEDRA, 1990.





Manuel Jesús Torres Canalo

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